Santa Teresa de Jesús

«Fundadora de las carmelitas descalzas, doctora de la Iglesia, la primera mujer que recibió este alto honor. Apóstol incansable, escritora, poeta, mística excepcional. Es una de las grandes maestras de la vida espiritual»

Vino al mundo el 28 de marzo de 1515 en Ávila, España; tenía una personalidad impactante. Mujer de empuje, audaz, soñadora, apóstol incansable, mística y doctora de la Iglesia, primera a la que se le confirió tan alto honor, escritora, poeta..., ha logrado que su vida y obra, que mantiene su frescura original, prosiga en lo alto de este podium de santidad. Se enamoró de Cristo precozmente, y quiso derramar su sangre por Él siendo mártir a la edad de 6 años; huyó para ello con su hermano Rodrigo, pero los encontraron. La vida eremítica formó parte de sus juegos infantiles. Después, pasó un tiempo entre devaneos, atrapada por el contenido de libros de caballería y el cortejo de un familiar. Su madre murió dejándola en la difícil edad de los 13 años. Internada por su padre a los 16 en el colegio de Gracia, regido por las madres agustinas, echaba de menos a su primo, que era el galán que la pretendía.

Aunque se hallaba en contacto con la vida religiosa, el mundo seguía disputándosela a Cristo; ser monja no estaba en sus planes. Hasta que en 1535, después de ver partir a Rodrigo, casarse a una de sus hermanas, e ingresar una amiga en el monasterio de la Encarnación, hablando con ésta descubrió su vocación, y entró en el convento a pesar de la oposición paterna. Una grave enfermedad la devolvió a los brazos de su padre en 1537. Luchó contra la muerte y venció, atribuyéndolo a san José, aunque le quedaron secuelas. En 1539 volvió a la Encarnación. La vida en el convento era, como hoy se diría, demasiado light. Tanta apertura y comodidades, entradas y salidas, no eran precisamente lo más adecuado para una consagrada. Y en la Cuaresma del año 1544, el de la muerte de su padre, ante la imagen de un Cristo llagado, con ardientes lágrimas suplicó su ayuda; le horrorizaba ofenderle.

Era su amor vehemente, sin fisuras, alimentado a través de una oración continua: «La oración no consiste en pensar mucho, sino en amar mucho». Comenzó a experimentar la vida de perfección como ascenso de su alma a Dios, y a la par recibía la gracia de verse envuelta en místicas visiones que incendiaban su corazón, aunque hubo grandes periodos templados por una intensa aridez. Susurros de su pasión impregnaban sus jornadas de oración: «Vivo sin vivir en mí, y tan alta vida espero, que muero porque no muero...». Demandaba fervientemente la cruz cotidiana: «Cruz, descanso sabroso de mi vida, Vos seáis la bienvenida [...]. En la cruz está la vida, y el consuelo, y ella sola es el camino para el cielo...».

Hacia 1562 vivió la experiencia mística de la transverberación: «Veía un ángel cabe mí hacia el lado izquierdo, en forma corporal, lo que no suelo ver sino por maravilla [...]. No era grande, sino pequeño, hermoso mucho, el rostro tan encendido que parecía de los ángeles muy subidos que parecen todos se abrasan. Deben ser los que llaman querubines [...]. Veíale en las manos un dardo de oro largo, y al fin del hierro me parecía tener un poco de fuego. Este me parecía meter por el corazón algunas veces y que me llegaba a las entrañas. Al sacarle, me parecía las llevaba consigo, y me dejaba toda abrasada en amor grande de Dios».

En otra de las visiones le fue dado a contemplar el infierno. Fue tan terrible que determinó el rigor de su entrega y emprendió la reforma carmelitana así como su primera fundación. Tenía 40 años, y Dios iba marcándole el camino que debía seguir. San Juan de la Cruz se unió a su empeño. La reforma no fue fácil. Las pruebas de toda índole, insidias del diablo, contrariedades, problemas internos, dudas y vacilaciones de su propio confesor, así como el trato hostil dispensado por la Iglesia, entre otros, le infligieron grandes sufrimientos. A pesar de su frágil salud, tenía un potente temperamento y no se dejaba amilanar; menos aún, cuando se trataba de Cristo. Así que, acudió a los altos estamentos, se codeó con reyes y nobleza, fue donde hizo falta, y se entregó en cuerpo y alma a tutelar y enriquecer espiritualmente las fundaciones con las que regó España. Todas nacieron a impulso del mismo Dios que las inspiraba.

Era una excepcional formadora. Tenía alma misionera; lloró amargamente pensando en las necesidades apostólicas que había en tierras americanas, donde hubiera querido ir. Plasmó sus experiencias místicas en obras maestras, imprescindibles para alumbrar el itinerario espiritual como «El camino de la perfección», «Pensamientos sobre el amor de Dios» y «El castillo interior», que no vio publicadas en vida. La Inquisición estuvo tras ella; incluso quemó uno de sus textos por sugerencia de su confesor. Fortaleza y claridad, capacidad organizativa y sabiduría para ejercer el gobierno, confianza y entereza en las contrariedades, humildad, sencillez, sagacidad, sentido del humor, una fe y caridad heroicas son rasgos que también la definen.

Devotísima de San José decía: «solo pido por amor de Dios que lo pruebe quien no creyere y verá por experiencia cuan gran bien es recomendarse a ese glorioso Patriarca y tenerle devoción». Aunó magistralmente contemplación y acción. Recibió dones diversos: éxtasis, milagros, discernimiento... Murió en Alba de Tormes el 4 de octubre de 1582. Pablo V la beatificó el 24 de abril de 1614. Gregorio XV la canonizó el 12 de marzo de 1622. Pablo VI la declaró doctora de la Iglesia el 27 de septiembre de 1970.

Su vida y su evolución espiritual se pueden seguir a través de sus obras de carácter autobiográfico, entre las que figuran algunas de sus obras mayores: La vida (escrito entre 1562 y 1565), las Relaciones espirituales, el Libro de las fundaciones (iniciado en 1573 y publicado en 1610) y sus cerca de quinientas Cartas. 

La llegada de Teresa de Jesús al monasterio no fue lo que ésta esperaba y quiso cambiar aquel camino errado.

Santa Teresa de Jesús escribió, además de muchas cartas y poemas, cuatro grandes obras: «El libro de la vida», «Camino de perfección», «Castillo interior» y el «Libro de las fundaciones». En su tiempo, estos escritos no fueron comprendidos por todos no obstante su genialidad. Ella sabía muy bien que el Santo Oficio no se fiaba ni de la obra fundadora ni de los libros que escribía; de hecho, temía constantemente ser delatada: «Iban a mí con mucho miedo a decirme que andaban los tiempos recios y que podría ser me levantasen algo y fuesen a los inquisidores», escribe en «El libro de la vida». A pesar de este cuidado, sus primeros problemas empezaron muy pronto, en 1559, cuando se publica el «Índice de Libros Prohibidos» del inquisidor Fernando de Valdés. Los inquisidores registraron la pequeña biblioteca que Teresa tenía en el Monasterio de la Encarnación y requisaron algunas obras. Ella escribe: «Cuando se quitaron muchos libros de romance, yo lo sentí mucho». A partir de este percance, los censores empezaron a examinar con lupa sus escritos y dejaron abundante constancia de sus correcciones: tachan párrafos y le hacen arrancar páginas enteras o rehacerlas, como se decía entonces, de «sana planta». Uno de los censores, refiriéndose a sus disertaciones sobre el amor, anota al margen la siguiente advertencia: «Váyase con tiento». La obligaron a rehacer entero el «Camino de perfección». Y ella, sumisa, obedeció el mandato; pero conservó en una arquilla del convento de San José de Ávila el cuaderno primero, que hoy se guarda en El Escorial.

Novelas de caballería

Teresa de Cepeda y Ahumada nació en 1515; era hija de Alonso Sánchez de Cepeda. En su casa siempre hubo libros, a los que tan aficionado era el padre: de Séneca o Boecio, novelas de caballería, poemarios, vidas de santos... Entusiasta de la lectura fue también la madre; y en este ambiente, desde muy niña, Teresa heredó la afición: «Era tan en extremo lo que en esto me embebía que, si no tenía libro nuevo, no me parece tenía contento» (V 1,1). Solía decir de sí que era «amiga de letras» (V 5,3; 13,18). Y siempre aconsejó a sus monjas que fueran lectoras de los buenos libros, que «son alimento para el alma como la comida lo es para el cuerpo». Ella misma enseñó a leer y escribir a algunas de las novicias que ingresaron analfabetas en los conventos.

Teresa debió de saber que era descendiente de judeoconversos. Su abuelo paterno, Juan Sánchez de Toledo, fue procesado por la Inquisición en 1485 y obligado a llevar el sambenito durante siete viernes, siguiendo la condena impuesta a los criptojudíos penitenciados por el Santo Oficio. La familia tuvo que abandonar un floreciente negocio de paños en Toledo y trasladarse a Ávila, con menos posibilidades, pero donde nadie los conocía ni sabía de su desgracia con el Santo Oficio. En su nueva ciudad de residencia obtuvieron un certificado falso de hidalguía.

«Doñas» con joyas y criados

Cuando Santa Teresa ingresó en el Monasterio de la Encarnación no tardó en sentirse defraudada. La vida monacal era por entonces un reflejo de aquella sociedad: si bien muchas de las monjas eran mujeres sinceramente convencidas y con vocación religiosa, otras eran hijas segundonas de buenas familias a quienes sus padres no habían conseguido un matrimonio «adecuado» conforme a su condición; y además ingresaban viudas piadosas, hijas rebeldes y algunas descarriadas de alcurnia. Las llamadas «doñas» tenían amplias habitaciones con cocina, despensa, oratorio, recibidor y alcoba propia. Y se daba el caso sorprendente de que muchas de las que venían de familias ricas se llevaban consigo vestidos, joyas, alimentos y hasta servidumbre privada al convento. De ellas escribirá Santa Teresa que «están con más peligro que en el mundo» y que «es preferible casarlas muy bajamente que meterlas en monasterios». Esto hizo que la santa se decidiera a buscar un camino nuevo y a la vez eterno. El retorno a la pureza de vida, a la regla originaria, a la verdad evangélica...

Pensemos que una manera de pensar y vivir como ésta, en el siglo XVI, no estaba exenta de grandes dificultades y peligros. Muchos no admitían que las mujeres fueran letradas, que tuvieran una vida activa de relaciones personales y, mucho menos, que se dedicaran a escribir. A pesar de todo, Santa Teresa constantemente expresa su deseo de escribir y su convencimiento de que tiene algo valioso que decir. Pero los letrados, siempre varones, no sólo van a leer los escritos teresianos, sino que los van a juzgar, revisar y, en su caso, mandar que sean destruidos. El padre Diego Yanguas, confesor de Santa Teresa, le ordena quemar su comentario sobre los pasajes del «Cantar de los cantares» de Salomón, leídos en las oraciones matinales de las Carmelitas porque no se podía consentir una interpretación de la Sagrada Escritura hecha por una mujer, y mucho menos tratándose de versos con cierto contenido sensual.

Un letrado censor de la época tachó con tal furia un escrito sincero y espontáneo de Teresa que gracias a la tecnología actual ha podido ser rescatado y leído, con la ayuda de los rayos X, aunque algunas líneas no se pueden descifrar: «No aborrecisteis, Señor de mi alma, cuando andabais por el mundo, las mujeres. Antes las favorecisteis siempre con mucha piedad y hallasteis en ellas tanto amor y más fe que en los hombres... » (CE 4,1).

En 1575, Santa Teresa de Jesús tuvo que comparecer ante la Inquisición en Sevilla tras haber sido denunciada por una beata expulsada del convento. No se conserva el informe oficial que se presentó con las acusaciones. Pero por los despachos enviados al Tribunal de Madrid se puede saber algo de su contenido. Se acusa a Teresa de Jesús de practicar una doctrina nueva y supersticiosa, llena de embustes y semejante a la de los alumbrados de Extremadura. Los inquisidores investigan sobre «El libro de la vida»; están seguros de que contiene engaños muy graves para la fe cristiana. El documento está fechado en Triana, en el castillo de San Jorge, el 23 de enero de 1576.

Santa Teresa fue interrogada, molestada, amenazada y estuvo a punto de ir a prisión, según nos refieren los escritos del padre Gracián. Él mismo le notificó a Teresa que pensaban acusarla a la Inquisición y que probablemente la encarcelarían, y se sorprendió al ver que ella ni se inmutaba ni experimentaba disgusto en ello, antes bien, se frotaba las manos. Finalmente, en un determinado momento, los inquisidores se dieron cuenta de que la denuncia de aquella testigo, María del Corro, eran patrañas infundadas tejidas por su imaginación enfermiza. Dice María de San José: «Vino un inquisidor, y averiguada la verdad y hallando ser mentira lo que aquella pobre dijo, no hubo más. Aunque como éramos extranjeras y tan recién fundado el monasterio y en tiempo que se habían levantado los alumbrados de Llerena, siguiéronse hartos trabajos». Como dice el padre Gracián, «todo acabó en quedarse ellas con más crédito y dar los inquisidores una muy buena mano a aquel clérigo que andava zarceando estas cosas».

Un tribunal compuesto por tres letrados jesuitas recogió las declaraciones de Teresa. Se conservan dos Cuentas de conciencia, que son los escritos que ella hizo en su defensa, en 1576. La sentencia definitiva se desconoce; pero hay que suponer que existió un documento absolutorio. El tiempo y las hagiografías se encargaron de difuminar estos hechos por ser considerados turbios y por temor a que ensuciasen en cierto modo la fama de la Santa.

Novelista, autor de «Y de repente, Teresa»

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