VIDA DE JUAN MANUEL DE PRADA

24.10.2021

1.- Misioneros (I)

A mi colegio de monjas de la congregación del Amor de Dios iba, de vez en cuando, a visitarnos alguna misionera recién llegada de Nigeria o Mozambique. Entregaban su vida fértil n la salvación de otras vidas con un denuedo que parecía incongruente con la fragilidad de sus cuerpecillos entecos, reducidos casi a la osamenta. Con cuatro pesetas y toneladas de entusiasmo, habían puesto en marcha comedores y hospitales y escuelas, habían repartido medicinas y viandas y consuelo espiritual, habían enseñado a los indígenas a labrar la tierra y a cocer el pan. También habían velado la agonía de muchos niños famélicos, habían apaciguado el dolor de muchos leprosos besando sus llagas, habían sentido la amenaza de un fusil encañonando su frente. ¿De dónde sacaban fuerzas para tanto?

"Un día descubrí que Dios no era invisible -recuerdo que me contestó una de aquellas misioneras- su rostro asomaba en el rostro de cada hombre que sufre". Este descubrimiento las había obligado a rectificar su destino. "Si no atendía esa llamada, no merecía la pena seguir viviendo". Y así se fueron a África o a cualquier otro arrabal del atlas, con el petate mínimo e inabarcable de sus esperanzas, dispuestas a contemplar el rostro multiforme de Dios.

2.- Misioneros (II)

Si los periódicos dedicasen la misma atención a la epopeya anónima y cotidiana de los misioneros que a este escándalo tan sórdido de abusos y violaciones y embarazos y abortos, no quedaría papel en el mundo. Repartidos por los parajes más agrestes u hostiles del mapa, una legión de hombres y mujeres de apariencia humanísima y espíritu sobrehumano contemplan cada día el rostro de Dios en los rostros acribillados de moscas de los moribundos, en los rostros tumefactos de los enfermos, en los rostros llagados de los hambrientos, en los rostros casi transparentes de quienes viven sin fe ni esperanza.

Son hombres y mujeres como aquellas monjas que iban a visitarme a mi colegio, enjutos y prematuramente encarnecidos, en cuyos cuerpecillos entecos anida una fuerza sobrenatural, un incendio de benditas pasiones que mantiene la temperatura del universo. Un día descubrieron que Dios no era invisible, que su rostro se copia y se multiplica en el rostro de sus criaturas dolientes, y decidieron sacrificar su vida en la salvación de otras vidas, decidieron ofrendar su vocación en los altares de la humanidad desahuciada. Que nos cuenten su epopeya silenciosa y cotidiana, que divulguen su peripecia incalculablemente hermosa, a ver si hay papel suficiente en el mundo.

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