SAN JUAN CASIANO

24.10.2021

1.- Ofrecer a Dios nuestro verdadero tesoro. (08 sept 2013)

Muchos que, por seguir a Cristo, habían menospreciado fortunas considerables, cantidades enormes de oro y plata y magníficos dominios, después se dejaron turbar por una lima, por un punzón, por una aguja, por una pluma de escribir. Después de haber distribuido todas sus riquezas por amor a Cristo, conservan su antigua pasión y la ponen en cosas vanas y se encolerizan fácilmente por defenderlas. Al no tener la caridad de la que habla san Pablo, su vida está, marcada por la esterilidad. El bienaventurado Apóstol previó esta desdicha: Podría repartir en limosnas todo lo que tengo y aun dejarme quemar vivo; si no tengo amor, de nada me sirve. Es una prueba evidente de que, por el mero hecho de haber renunciado a todas las riquezas y despreciado honores, la perfección no se alcanza de golpe si no se une a ello la caridad que el Apóstol nos describe bajo diversos aspectos.

La perfección se encuentra solamente en la pureza de corazón. Porque rechazar la envidia, creerse más que los demás. La cólera y la frivolidad, no buscar el propio interés, no complacerse en la injusticia, no llevar cuentas del mal, y todo lo demás: ¿acaso no es ofrecer y guardarlo indemne de cualquier movimiento de pasión? La única finalidad de nuestras acciones y deseos será, pues, la pureza de corazón.

2.- El más pequeño de vosotros es el más importante. (30 sept 2013)

Venid, dice Cristo a sus discípulos, y aprended de mí, ciertamente no a echar demonios por el poder del ciego, ni a curar leprosos, ni a devolver la vista a los ciegos, ni a resucitar muertos; sino, dice él: Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón. En efecto, esto es lo que todos podemos aprender y practicar. Hacer signos y milagros no siempre es necesario, ni tan sólo ventajoso para todos, ni tampoco se concede a todos.

Es, pues, la humildad la maestra de todas las virtudes, fundamento inquebrantable de todo el edificio, don magnífico y propio del Señor. El que la posea podrá hacer, sin peligro de envanecerse, todos los milagros que Cristo obró, porque busca imitar al manso Señor no en la sublimidad de sus prodigios, sino en las virtudes de la paciencia y la humildad. Por el contrario, el que está deseoso de mandar a los espíritus impuros, de devolver la salud a los enfermos, de mostrar a las multitudes cualquier signo maravilloso podrá invocar el nombre de Cristo en medio de toda su ostentación, pero es ajeno a Cristo, porque su alma orgullosa no sigue al maestro de humildad. Éste es el legado que el Señor hizo a sus discípulos: Os doy un mandamiento nuevo; amaos los unos a los otros como yo os he amado. El que no es manso y humilde no podrá amar así.

3.- Para que esté en ellos el amor con que tú me has amado. (05 jun 2014).

Nuestro Salvador ha dirigido a su Padre esta oración por sus discípulos: Que el amor con que tú me has amado esté en ellos y ellos en nosotros; y aún más: Como tú Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno. Esta oración se llevará a cabo plenamente en nosotros cuando el amor perfecto con que Dios nos amó primero aumente en nuestro corazón según el cumplimiento de esta oración del Señor.

Esto se logrará cuando todo nuestro amor, todo nuestro deseo, todo nuestro esfuerzo, toda nuestra búsqueda, todo nuestro pensamiento, todo lo que vivimos y hablamos, todo lo que respiramos no sea más que Dios; cuando la unidad presente entre el Padre y el Hijo aumente en nuestra alma y en nuestro corazón, es decir, cuando imitando la caridad verdadera, pura e indestructible con que él nos ama, estemos unidos a él por una caridad continua e inalterable, tan comprometidos que nuestra respiración, nuestro pensamiento ynuestro lenguaje sean sólo él. Así lograremos lo que el Señor en su oración deseaba ver cumplido en nosotros: Que todos sean uno como nosotros somos uno, yo en ellos y tú en mí, para que su unidad sea perfecta.

4.- El reino de Dios está dentro de nosotros. (16 nov 2017).

A nuestro juicio, sería una impureza apartarnos, ni aunque fuera por un momento, de la contemplación de Cristo. Cuando nuestra atención se desvíe en algo de este divino objeto, volvamos a él los ojos de nuestro corazón y dirijamos nuestra mirada interior hacia él. Todo yace en el profundo santuario del alma. Cuando el diablo ha sido expulsado de allí y los vicios ya no tienen poder en ella, se establece en nosotros el reino de Dios. El reino de Dios, dice el evangelista, no viene de manera ostentosa que se pueda percibir con los ojos, sino que está dentro de vosotros.

En nosotros no pueden habitar a la vez el conocimiento y la ignorancia de la verdad, el amor al vicio y a la virtud. Por lo tanto, somos nosotros quienes damos el poder sobre nuestro corazón o al demonio o a Cristo. El Apóstol, a su vez, describe así la naturaleza de este reino: Porque el reino de Dios no consiste en lo que se come o en lo que se bebe; consiste en la fuerza salvadora, en la paz y la alegría que proceden del Espíritu Santo. Si, pues, el reino de Dios está dentro de nosotros, y si consiste en la justicia, la paz y la alegría, todos los que viven practicando estas virtudes están, sin duda, en el reino de Dios. Levantemos la mirada de nuestra alma hacia el reino que es el gozo sin fin.

5.- Hay que orar sin desanimarse. (18 nov 2017).

El fin del monje y la perfección del corazón consisten en una perseverancia ininterrumpida en la oración. En la medida que es posible a la fragilidad humana, la oración incesante es un esfuerzo que conduce a la tranquilidad del alma y hacia una perfecta pureza de corazón. Esta es la razón por la que nos dedicamos al trabajo manual y a la búsqueda del auténtico arrepentimiento del corazón con una constancia incansable.

Para que la oración sea todo lo ferviente y pura que conviene, es necesario ser fiel a los puntos siguientes. Ante todo, una liberación total de las inquietudes que vienen de la carne. Luego, ningún asunto, ningún interés o preocupación debe inquietarnos en la oración. Antes que nada, hace falta suprimir a fondo los desórdenes causados por la cólera y la tristeza. Luego, hace morir en el interior todo deseo carnal y el apego al dinero. Después de esta purificación que conduce a la pureza y la simplicidad, hay que asentar los fundamentos de la humildad profunda, capaz de sostener la torre espiritual que tiene que llegar hasta el cielo. Por fin, para que sobre este fundamento repose todo el edificio espiritual de las virtudes, conviene apartar del alma toda dispersión y divagación en pensamientos fútiles. Entonces es cuando se va elevando, poco a poco, un corazón purificado y libre, hasta la contemplación de Dios y la intuición de las realidades espirituales.

6.- Renunciar a todos sus bienes. (07 nov 2018).

La tradición unánime de los Padres se junta a la autoridad de las Escrituras para mostrar, en efecto, que las renuncias son tres. La primera consiste en despreciar todas las riquezas y bienes de este mundo. Por la segunda renunciamos a nuestra vida pasada, a nuestros vicios y a nuestras afecciones del espíritu y de la carne. La tercera tiene por objeto apartar nuestra mente de las cosas presentes y visibles, para contemplar únicamente las cosas futuras y no desear más que las invisibles. Que es menester cumplir con las tres es el mandamiento que el Señor hizo ya a Abrahán, cuando le dijo: Sal de tu tierra, de tu parentela y de la casa de tu padre.

En primer lugar dijo: Sal de tu tierra, es decir, de los bienes de este mundo y de las riquezas de esta tierra. En segundo lugar: Abandona a tu parentela, esto es, la vida y las costumbres de antaña. En tercer lugar dice: Aléjate de la casa de tu padre, aparta tus ojos del recuerdo del mundo presente. Abandonemos, pues, la morada de nuestro primer padre, él que fue nuestro padre, como sabemos, según el hombre viejo, desde nuestro nacimiento, cuando éramos por naturaleza hijos de ira, como el resto de los hombres. Entonces, despojados de este afecto, nuestra mirada se concentrará únicamente en el cielo y nuestra alma se elevará hasta el mundo invisible por la meditación constante de las cosas de Dios y la contemplación espiritual.

7.- Venid y aprended de mí. (30 sept 2019).

Sucede a veces que hombres inclinados al mal, reprobables en la fe, echan demonios y obran prodigios en nombre del Señor. Es de esto de lo que un día los apóstoles se quejaron al Señor: Maestro, hemos visto un hombre que echa a os demonios en tu nombre y se lo hemos prohibido porque no es de los nuestros. Inmediatamente Cristo respondió: No se lo impidáis, porque el que no está contra vosotros está con vosotros. Al final de los tiempos esta gente dirá: Señor, Señor, ¿no es en tu nombre que hemos profetizado? ¿No hemos echado demonios en tu nombre, y en tu nombre no hemos hecho muchos milagros? Y él asegura que replicará: Nunca os he conocido; alejaos de mí, malvados.

A los que ha concedido la gloria de los signos y milagros, el Señor les advierte de no creerse mejores a causa de ello: No os alegréis de que los espíritus se os sometan, alegraos de que vuestros nombres estén escritos en los cielos. El autor de todos los signos y milagros llama a sus discípulos a recoger su doctrina. Venid y aprended de mí: no dice que aprendan a echar a los demonios por el poder del cielo, no a curar leprosos, ni a devolver la vista a los ciegos, ni a resucitar a los muertos, sino que dice: aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón.

8.- El reino de Dios en medio y dentro de nosotros. (12 nov 2020).

A nuestro juicio, sería una impureza apartarnos, ni que fuera por un momento, de la contemplación de Cristo. Cuando nuestra atención se ha desviado en algo de este divino objeto, volvamos a él los ojos de nuestro corazón y conduzcamos nuestra mirada interior hacia él. Todo yace en el santuario profundo del alma. Cuando el diablo ha sido expulsado de allí y los vicios ya no tienen poder en ella, se establece en nosotros el reino de Dios. Pero el reino de Dios, dice el evangelista, no viene de manera que se pueda percibir con los ojos...el reino de Dios está dentro de nosotros.

En nosotros no puede habitar a la vez el conocimiento y la ignorancia de la verdad, el amor al vicio y a la virtud. Por lo tanto, somos nosotros quienes damos el poder sobre nuestro corazón al demonio o a Cristo. El Apóstol, a su vez, describe así la naturaleza de este reino: Porque el reino de Dios no consiste en lo que se come o se bebe; consiste en la fuerza salvadora, en la paz y la alegría que proceden del Espíritu Santo. Si, pues, el reino de Dios está dentro de nosotros mismos, y si consiste en la justicia, la paz y la alegría, todos los que viven practicando estas virtudes están, sin duda, en el reino de Dios. Levantemos la mirada de nuestra alma hacia el reino que es gozo sin fin.

¡Crea tu página web gratis! Esta página web fue creada con Webnode. Crea tu propia web gratis hoy mismo! Comenzar